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                Los años pasaron, y Otilia se convirtió en una niña de mirada profunda y sensibilidad inquietante. Entonces, a los doce años, la vida le tendió una trampa cruel. Sin previo aviso, cayó en un estado de catalepsia que paralizó su cuerpo y su aliento. El tiempo se detuvo en la hacienda. Todos creyeron que había muerto y la lloraron con flores y rezos. Su abuelo y su padrino, Mariano de Michelena, velaron su cuerpo en un silencio desgarrador. Pero aquella noche, bajo la luz plateada de la luna, una mariposa monarca cruzó la ventana y se posó en las manos entrelazadas de Otilia. En ese instante, su voz emergió—suave, lejana—entonando un canto en purépecha. Sus ojos se abrieron de nuevo, vivos, resplandecientes como estrellas que regresan al cielo.

La Niña Santa había vuelto de la muerte.

               El suceso recorrió Nueva Valladolid como un viento huracanado, y Otilia se convirtió en La Niña Santa. Desde entonces, su vida cambió, aunque no en la forma que muchos esperaban. Seguía siendo la misma niña curiosa, caminando entre los agaves como si flotara sobre el cielo. Su abuelo, orgulloso y desconcertado a la vez, la llevaba consigo a todas partes, incluso a las reuniones clandestinas de la Conspiración de Valladolid, donde hombres soñaban con la libertad de la Nueva España. En esos encuentros, el tequila de Don Otilio era tan valioso como los ideales revolucionarios que se susurraban a la luz temblorosa de las velas.

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OTILIA
Una historia Rescatada de El  Olvido

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            Otilia llegó al mundo envuelta en un manto de soledad, hija de un amor prohibido entre una mujer purépecha y el hijo de un hacendado. Su madre, cuyo nombre se desvaneció con su último suspiro, la trajo a la vida con un grito de angustia que se perdió entre las montañas. Antes de partir, la dejó en manos de Crisanta, la abuela curandera. Crisanta, una mujer que comprendía los secretos de la vida y la muerte, cuidó de la niña con devoción silenciosa, guiada por cánticos de sanación y el dulce néctar del aguamiel, el único hilo que mantenía a Otilia atada a este mundo.

            Su infancia transcurrió como un susurro entre las hojas, con pies descalzos sobre la tierra y el alma impregnada de la sabiduría ancestral de su abuela. Crisanta le enseñó a escuchar el lenguaje oculto de las plantas, a entender los ciclos invisibles que atan el cuerpo y el espíritu. Otilia absorbió esas enseñanzas como si siempre hubieran estado en su sangre, como si cada hierba que tocaban sus manos ya conociera su destino. Pero el destino, caprichoso como siempre, regresó cuando la niña tenía apenas siete años. La muerte, que parecía hilar su linaje con hilos oscuros, se llevó a Crisanta en una tarde sin aviso, dejándola sumida en una desolación infinita, como si una parte de su alma se hubiera marchado con su abuela.

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               Pero aquel tequila no era una simple bebida. Era un elixir de claridad, una brasa líquida que ardía en la garganta y despertaba la mente. Bajo el resplandor de los faroles, mientras las voces entretejían el destino de una nueva nación, cada sorbo se volvía un pacto, un juramento silencioso al porvenir. Decían que la bebida agudizaba los sentidos, despejaba los pensamientos y encendía la valentía. El tequila de Don Otilio no embriagaba—iluminaba.

    Otilia, por su parte, absorbía cada palabra, cada gesto, como un río que nunca deja de fluir. Sus conversaciones con su abuelo, sus viajes por la tierra, y la extraña magia que parecía acompañarla en cada paso, la convirtieron en una joven profundamente conectada con la naturaleza. Cuando Alexander von Humboldt visitó la hacienda y la conoció, quedó maravillado con su sabiduría innata. Le dijo: “La naturaleza no es solo un reflejo de los fenómenos del mundo, sino del alma humana.” Y Otilia, con una leve sonrisa, comprendió que eso era algo que siempre había sabido, algo que Crisanta le había susurrado mucho tiempo atrás.

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                  Fue entonces llevada a la hacienda El Olvido, donde su abuelo paterno, Don Otilio Artadi de Ondarza, la recibió con la frialdad de un hombre que se encuentra de frente con una parte de sí mismo que había preferido ignorar. Sin embargo, al verla, algo en él se quebró. La niña, con sus ojos oscuros y su presencia enigmática, lo cautivó. En ese pequeño cuerpo, Don Otilio vio la unión de dos mundos que jamás había esperado reconciliar: la sangre española de su linaje y la sabiduría milenaria que latía en las venas purépechas de Otilia. Movido por aquel misterio, decidió reconocerla y tomarla bajo su protección. Así comenzó un vínculo extraño y tierno entre abuelo y nieta.

                 Don Otilio, un hombre de letras, quiso darle a Otilia algo que nadie más podría ofrecerle: una educación única, colmada de libros y música, caballos y largas caminatas por los vastos campos de la hacienda. Entre las interminables hileras de agave azul, Otilia sintió que el mundo se extendía más allá de lo visible, como si cada planta resguardara secretos que solo ella podía descifrar. Aprendió francés, leyó a los grandes poetas y filósofos, pero lo que realmente la unió a su abuelo fue su amor compartido por la medicina herbal. Don Otilio le enseñó todo lo que sabía, aunque evitaba hablar de Crisanta, como si temiera que su nombre invocara a los espíritus del pasado.

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            Cuando la Conspiración fue descubierta, Mariano de Michelena fue exiliado y el fuego de la independencia se esparció por la región. Don Otilio, envejecido por la lucha, se retiró a la hacienda, donde no mucho después, murió en paz. Otilia quedó una vez más huérfana de todos los que la habían guiado. Pero los trabajadores de la hacienda, que la veneraban como si fuera sagrada, la cuidaron hasta que su padrino regresó y la llevó a viajar por Inglaterra y Oriente Medio. Sin embargo, Otilia, siempre fiel a sus raíces, eligió volver a El Olvido, donde rescató la receta secreta de tequila de su abuelo.

Con la ayuda de quienes la vieron crecer, sacó aquel legado del borde del olvido. Ya no era solo una bebida, sino el eco de una revolución, la memoria de la tierra, el fuego de aquellos que se atrevieron a soñar. Aquel tequila, resguardado por el tiempo, se convirtió en un testimonio de su historia—una vida tejida con hilos de sabiduría ancestral, misterio y la inquebrantable voluntad de quienes creen en lo imposible.

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